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Los pájaros no cantan de noche

Así mido mis días.


Las horas están esperando. Retumban las turbinas de las avionetas. 


Cuatro son los cuartos en esta casa, los años que llevo de casada y los días que mi marido lleva sin regresar. Clavé madera en las ventanas. Tapicé el vidrio con periódico. Estuve estrangulando ojo de luz que veía. Los muebles están contra la puerta porque me dijo: «No la abras, ni aunque te lloren, ni aunque te hable Dios». 


Tengo oscuridad y una sola lámpara. El campo es silencioso, casi muerto. Sobreviven algunos insectos, grillos. A lo lejos, un caballo, o una vaca aspira el pasto entre sus pezuñas y yo le doy otra cucharada a los frijoles. Frijoles negros, frijoles sabor a tierra. Traté de bañarme junto al lavabo, pero las tuberías sacaban gritos. Desde entonces, llevo pudriéndome en el mismo vestido. Descompuse el cucú de la cocina. Entre martillazos lo quebré; él me dijo que no podía hacer tanto ruido. Y yo sigo sus órdenes e intento recordar su voz. 


Apenas duermo y apenas respiro. 


La chimenea debe permanecer seca para que ellos no vengan. Sus uniformes se confunden con el pasto. Sus botas aplastan la hierba, aplastan todo. No hay calor y no hay humo porque él salió a buscar ayuda, lleva cuatro días sin regresar y yo, sin sol. Y en las paredes bailan sombras, o corren. Se me está perdiendo la línea entre sueño y vigilia. No sé cuándo soñé que la casa se incendiaba. Las llamas envolvían las cortinas, y me arrancaban los vellos del brazo, las cejas, las uñas largas. Hay un hueco en mi cabeza. Un mar en las cuencas de los ojos, un revólver en el cajón. Al principio, no quería ni verlo. Luego, lo dejé sobre el buró. Que ahí se acostara y se empolvara. Pero ahora lo traigo cargando como a una criatura. 


«Un arma sirve para una sola cosa», me dijo.

¿Para ellos?  ¿O para mí?


Cuento

Frida Solano, Alumna de Licenciatura en Literatura y Creación Literaria

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