Este túnel de inexistencia
- Frida Solano

- 13 dic 2023
- 5 Min. de lectura
Actualizado: hace 2 días
Nunca me desmayé cuando estaba vivo.
No sabía lo de caer al abismo. Perder la conciencia. Quedarse dormido, pero de alguna forma, más rápido, más profundo, más violento. La primera vez que me desmayé fue cuando me vi en esa caja. La estatua con la piel de plástico, las pestañas pegadas, los moretones relamidos de maquillaje y la camisa azul, era yo. Mi mamá no se dio cuenta del hoyito de la camisa; como estaba cerca del botón, se podía disimular. Hasta muerto se lo escondí. Vi el retrato al lado de las rosas. Mi hermano esculcó mi teléfono y le pusieron marco a la foto en la que posaba ante el espejo del baño. Qué horror. Me volteé a ver y las extremidades se me hicieron polvo, se apagaron las luces y el funeral terminó sin mí.
Desperté al lado de la señora Inés, con su voz de madre y sonrisa chimuela. Sus labios de pasita y sus dedos torcidos me hubieran parecido asquerosos en el pasado; ahora, a pesar de tanto árbol, de las buganvilias, de las lagartijas que pasan las patas por todos lados, ella me hace sentir más con vida. Se la pasa diciendo que, para una vieja como ella, tarde o temprano iba a suceder. La muerte era inevitable y cercana, cercana como un vecino, como las blusas en su clóset, como las llamadas de cobranza del banco. Yo no se lo niego, ella hace que se lo crea. «Ya se te irá quitando la tristeza, tú tranquilo» dice, pero sigue conmigo y este lado donde lloramos y lloramos porque las flores en las tumbas no son nuestras y los nombres en las lápidas son de extraños.
Pronto dejé de visitarme.
Me deprimía más y, encima, eso sí me asqueaba. Los animalejos se sienten en feria. Uno es la novedad; la canoa que al final termina toda vomitada. Y no puedes hacer nada, no los puedes ni tocar. Hace poco, las cochinillas andaban investigando en el bolsillo de mi saco… me quería morir, otra vez. Por más que quieras triturar bichos, no puedes y te agarra una desesperación, un remolino en la garganta y gritas: «¡Despierta!¡Despierta, puta madre!» La señora Inés me fue a tranquilizar, o al menos trató:
⏤Ay, mijo, si pudiera, te haría un suetercito para que te sintieras mejor! Ya no grites, vas a espantar a los demás.
¿Espantar a los demás? Ya nos había pasado lo peor. Ya nos habíamos muerto. Tal vez mis gritos llamaban a algo, a alguien que nos dijera cómo pasar este pinche limbo. No le dije nada de eso a la señora Inés, claro, solo acomodó su cabeza en mi hombro. La estrujaba el enojo, la ira y la pesadilla de ser invisibles. La pobrecita veía sus horribles dedos una y otra vez porque extrañaba sus anillos; los hijos no la habían enterrado con ninguno. Más que las joyas (varias heredadas de su madre) extrañaba estar viva. Uno nunca quiere morir. Pocos sí, muchos no y yo ni siquiera lo merecía.
Hace unos días (así lo diré porque en el lado de los vivos, el tiempo inhala y exhala, aunque aquí ya no respire) fui a visitar a mi mamá. Al principio, me le aparecí en sueños. Ella imaginaba cosas bien raras. Caminábamos por el parque, por la casa; de repente comíamos en la fondita de la esquina y luego acabábamos en la iglesia donde se casó. Con el vestido de novia puesto, las mangas pomposas, mi papá y su bigote ochentero, y un padrecito con lentes de gota, querían bautizar de nuevo al niño de diecisiete años. En medio de tanto alucine, yo les decía que estaba bien, que no se preocuparan. Luego ni me entendían, pero no importaba. Yo volvía a la “normalidad”, a sentirme menos solo, a tener una familia.
Dejé de molestar sus sueños.
Mi mamá amanecía con dolor de cabeza. Las pláticas del desayuno se le iban en suspiros, quejidos y miradas perdidas. Cuando mi papá y mi hermano abandonaban la casa para seguir con sus vidas, a ella se le escurrían lágrimas en silencio; caían lavando los trastes, mojaban la ropa colgada; rodaban por el piso de los cuartos recién trapeados y regaban el jardín. Yo también me hundía en mares fantasmales. Yo también, como ella, deseaba estar vivo. Seguro lo sabía, ¿qué adolescente en una bicicleta camino a la tienda quiere estirar la pata? Eso tal vez la atormentaba más, me atormentaba a mí.
Recuerdo muy poco del accidente. ¿Para qué darle vueltas? No sentí dolor. Ni sé quién fue. Nadie lo sabe. Solo me tortura pensar que quedé tirado en la calle, entre los baches, entre la basura y entre los charcos. También, me da vergüenza que Ana me haya visto así. Después de tanto tiempo, no pude decirle nada en concreto, nada verdaderamente importante. Ella tenía los ojos clavados en la tarea, apenas y los alzaba para cobrarme. Cuando le hacía plática, respondía seco, sonreía, pero no me miraba, ni me preguntaba cosas. Con ilusiones caducas y marchitas, todavía me acuerdo del día en que la caché viéndome por el pasillo. Se puso roja cuando volvió a ver su cuaderno. Me quedé con tantas cosas qué decirle…
Mi vida se acabó en un segundo, me morí sin el pan que me encargaron, sin la prepa acabada y sin novia.
En el panteón me la pasaba arrastrando los pies sobre el concreto. Nada más hablaba con la señora Inés y don Emilio: un hombre de sombrero, botas y de grandes entradas, de canas aferradas. Nos conocimos cuando, desesperado, me pidió que lo ayudara a encontrar su rifle:
—Unas condenadas ardillas me andan masticando las gardenias ¡Hijas de su madre! Ahorita van a ver. Es que de verdad que no lo encuentro, y bien les dije a mis hijos que lo echaran en el ataúd. Chamaco, ¿no tendrás uno tú?
Me reí.
—No me enterraron ni con calcetines, don. Además, no le va a servir de nada. No podemos agarrar ni el triste pasto.
Se echó a llorar. Nos sentamos en su lápida derramando frustración, recuerdos y arrepentimientos.
—¡Cómo te pareces a mi nieto Juan! —dijo al final.
Nos hicimos amigos. Y bueno, con la señora Inés, ni se diga. Esos dos se cuentan sus secretos, se ríen y a más de uno les ofende su amistad. Las viejitas religiosas del cementerio dicen que está mal. Que ninguno de los dos está respetando a sus difuntos. La esposa de don Emilio murió hace muchos años, igual el esposo de la señora Inés. Yo no veo el problema. Pero hay muertos que ni muertos dejan vivir.
Las noches en el cementerio son terribles. Hay luces para los vivos, ahí por donde está la entrada y una oficinita. A los muertos no nos alcanzan los focos y nos atropella la oscuridad, el frío, la desesperación. Por eso se escuchan alaridos. Sin luz de día, no hay cuerpo, ni siluetas, no tenemos sombras, no tenemos nada. La locura abre la boca y nos mastica. Aunque nos hacemos compañía, los tres hemos pasado por esas crisis.
Al llegar el amanecer, nos damos cuenta de los desaparecidos. No podemos durar mucho tiempo lejos de nuestros restos así que si no regresan en unos días, no hay otra explicación. Nadie se escapa de aquí. Seguimos siendo peces en las redes de un barco. Navegando sin destino. Atrapados. Igual de confundidos. Enfermos del mismo miedo.
¿Hay algo después de esto? Me gusta creer que sí, que los desaparecidos van a un mejor lugar.
Y salen de este túnel de inexistencia.
Cuento
Frida Solano, Alumna de Licenciatura en Literatura y Creación Literaria




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