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Charlotte Brontë

Actualizado: hace 2 días

Es un rostro pequeño, de nariz delgada y aguileña. Las cejas son delgadas y se levantan en crestas que dibujan cierta altivez y, al mismo tiempo, enmarcan fortaleza (esa que utilizó cada día) en toda la cara. Se forma un gesto severo; algunos dirán que es soberbio. La frente ancha nos denota, frenológicamente, una inteligencia superior al común. Pero a los hombres alrededor poco les importó («Qué mal que no fuera tan bella, hubiera sido más afortunada» se escuchó decir por ahí). Las arrugas que se asoman en las esquinas de los ojos en las pocas ocasiones en las que sonríe han concentrado los años que ha vivido. En esos pliegues profundos se esconden las muertes de María, de Emily, de Anne, la indiferencia de Constantin, ese hombre mayor que jamás tuvo, únicamente en los libros que se inventó. Nunca le interesó la vanidad, así que su arreglo diario es sencillo: pelo recogido en una cola de caballo que pasará a ser eterna en los pocos retratos que se tienen de ella y un vestido largo con encaje discreto en el busto. El frío de Yorkshire ha rosado las mejillas y la obliga a vestir de largo victoriano estricto. 


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Esos ojos fúricos miran a un costado, pero de forma directa, sin miedo. Retan a la página en blanco y al destino. Esta mujer puede escribir y desdoblarse en mujeres complejas que gritan al viento que desean más. Puede exigirle a Dios, o al mismo Satán, éxtasis, emoción, encanto. No se conforma con la abnegación cristiana ni con la promesa del futuro en el cielo. Detesta las crinolinas de la Regencia y no le gusta que la comparen con esa mujercita de dramitas de salón que escribió orgullos, prejuicios y sensibilidades. Ella prefiere el viento, el azote, los jardines de espinos y las colinas tempestuosas. Ha querido acción, y si no la obtiene, es capaz de generarla. En Londres lo saben. Thackeray lo sabe. El mundo entero del futuro lo sabe.  Esos duros ojos que alguna vez alguien llamó insignificantes y poco femeninos, incapaces de capturar a un hombre y de darle otra vida, han paseado por Shakespeare, por Milton, por Spenser y se han regodeado en versos byronianos. Con tales letras esta mujer se ha estremecido tanto (tan pequeña, ¡tan tímida y callada!) que no puede dejar de escribir. Por supuesto que no será poeta, porque ¿qué mujer en el siglo diecinueve tiene un cuarto propio y dinero para pasarse cinco horas en un verso? Nada de eso. Ella dedica la pluma al largo aliento, al cuento de hadas, a las casas góticas y a los personajes terribles. Es novelista porque escribe en el rato que le queda tiempo. No importa la interrupción, el capítulo siempre la espera. Y tanto que tiene que desahogar, y tanto que tiene que inventar. 


Mientras tanto, ahí, inconforme y atrapada en el lienzo para la eternidad, trata de sonreír. La vida no le ofrece más. Los tiempos la abaten, no son para ella, quieren extinguirla, pero se guarda la desesperación para sí misma.


Ensayo

Abraham Miguel Domínguez, Escritor y Profesor de Literatura

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