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Entre palabras y montes

A Valeria le gustaba quedarse en casa para escuchar las historias de su abuelo. Siempre eran salvajes en el monte, atoles para difuntos, visitas del diablo, lloronas falsas, que él juraba como reales. “Anécdotas, no cuentos”, les recordaba. Algunos se burlaban, otros, como Valeria, preferían seguirle la corriente y darle la razón. Incluso esa noche en que todos los primos estaban reunidos en la sala, él comenzó:

—Cuando vivía en el rancho, una vez me tocó vigilar el ganado porque el zorro era bien maldito. Ya llevaba rato brincándose el cerco y ni siquiera se comía a los borregos, nomás los mataba y los trataba de juguetes. El patrón ya estaba cansado del animal y por eso me mandó a mí a cazarlo. 

Todos intercambiaron miradas. No era una historia igual al resto, esta vez no había seres fantásticos ni brujas, ni duendes, ni mucho menos el jinete negro. El interés del grupo aumentó tanto que hasta los que estaban jugando en el fondo de la sala se acercaron.

—¿No le daba miedo que no hubiera luz? —preguntó el menor de los primos. 

—Nooo —repuso el abuelo con voz cantarina—. Puras pendejadas eso de tenerle miedo a la noche; mejor tenle miedo a los vivos. Yo agarré la escopeta y me fui a enmontar; crucé el campo a pie porque el caballo hace mucho ruido y el animalero iba a alborotarse. La luna estaba bien grandota y alumbraba bien bonito, no como aquí que con tanta luz ya ni el cielo se ve. 

—Abuelo, siga contando, pues —exclamó alguien. 

Valeria, que estaba sentada cerca de los pies del abuelo, mandó a callar a sus primos con un dedo en los labios. Como siempre, nadie le hizo caso. Prefirió cruzarse de brazos esperando. Seguro el abuelo va a terminar diciendo que no era un zorro sino un ratero. Ignoró al resto. Su imaginación la transportó a esa noche. El pastizal la cubre, nadie puede verla. La vereda es adornada con su sombra y la luna tan gigante como un reflector, la ayuda a no perder de vista el camino. Valeria siente el frío aire en los brazos, el ruido de los grillos la asusta de vez en cuando. A lo lejos observa a su abuelo cargando la pistola. Con cabello y sin panza. Parece que habla solo. Se apresura a alcanzarlo y camina a su lado. Ya no tiene miedo.   

A lo lejos ve el campo abierto, el cerco y los borregos debajo de la lámina. Todos amontonados para sentir calor. El abuelo, que ha rejuvenecido tantos años que ella no puede contarlos con los dedos, se acerca a revisar el alambrado. No está roto. Valeria lo sigue detrás. Camina de puntitas porque no quiere despertar al ganado y también tiene miedo de que el zorro la escuche. Toma de la mano al abuelo que se queja de la plaga de esos animales. Matar por diversión, ni siquiera por alimento. Él prefería robar un borrego a que se muriera.  

—Maldita vaina —exclama el abuelo al ver un animalito cubierto de mordidas y sangre —. Lo único que hace es menearle las tripas como si buscara algo. 

—¿Dónde podrá estar? —se pregunta la niña sin obtener respuesta. 

El ruido en el pastizal los alerta y el disparo no se hace esperar. El sonido levanta a los borregos que se quejan colectivamente, el abuelo sale corriendo detrás del supuesto animal y la deja sola. Era demasiado grande para ser un zorro. Suena otro disparo.  

Valeria brinca del susto y se levanta. Llama la atención de todos los presentes. Sus primos le dicen que se siente, pero ella solo señala a su abuelo que ha vuelto a tener panza.

—¡No era un zorro! —exclama con la imagen todavía en su memoria.

—¿Cómo sabes? —le pregunta el viejo hombre. 

—Yo lo vi.

—¡No seas chismosa, Valeria! —reclama alguien detrás—. Déjalo que termine.

Antes de poder defenderse, los padres los llaman para comer. Todos culpan a la niña porque no conocen el final de la historia. El abuelo les dice que contará el resto después. Saben que en realidad eso no va a pasar porque ya se le habrá olvidado. Aun así, le hacen prometerlo. Valeria se disculpa y da un par de pasos detrás de sus primos hasta que su abuelo la detiene.

—¿Y quién fue, pues? —vuelve a preguntar.

—Un nahual.

El anciano se ríe y pasa una mano por el cabello de su nieta. La niña cree que el resto tiene razón y solo está de chismosa. Su abuelo la deja ir y se recarga en la mecedora recordando su historia.

—El muy sinvergüenza todavía dijo que el balazo en su brazo era por un pleito en el pueblo de su madre.


Cuento

Naeri Gutierrez, Alumna de Licenciatura en Literatura y Creación Literaria

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